DOI: https://doi.org/10.25058/20112742.265
El siglo XVII es el momento de eclosión de un pensamiento que comienza a gestarse dos o tres siglos antes: el pensamiento liberal. Como parte fundamental de ese pensamiento que deviene en parte integral del mundo occidental, encontramos la idea de Democracia, esa democracia que ve la luz en la revolución francesa ligada a la República y a los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Esta idea de democracia cuyas partes fundamentales son la Igualdad, la Libertad y la Justicia para todos hace parte del imaginario con el que crecemos y del discurso que maneja Occidente.
La idea de la democracia es una idea del mundo griego, y específicamente del mundo ateniense, en que todos los ciudadanos tenían derecho a escuchar, ser escuchados y por supuesto a elegir y ser elegidos en el ágora. Enfatizo el todos, pues esta era la idea del mundo helenístico a que me refiero: todos. Esta idea se ha concretado en este sentido en nuestro país, tenemos una democracia ateniense. Todos aquellos que pueden estar en el ágora (en el foro público) tienen derechos como ciudadanos. En la antigua Grecia al ágora sólo podían asistir los hombres adultos, nobles, comerciantes, guerreros y sacerdotes, es decir todos. Por supuesto allí no podían estar las mujeres, los campesinos, los ilotas (el populacho como dirían ahora) y los esclavos, es decir la mayoría de la población –cómo ahora.
En el momento de la instauración de la república francesa, las mujeres (que participaron activamente en la revolución) pidieron ser incluidas en los Derechos del Hombre y del Ciudadano, con los resultados en la guillotina que conocemos. La llegada de la revolución significó un cambio político, inspirado en unos hechos económicos y sociales determinados y se creó un discurso que sustentara y mantuviera ese cambio producido, un discurso político que ha sido fundamental en el mundo Occidental y en nuestro país, que se enorgullece de tener la democracia «más antigua» de América Latina.